sábado, 30 de julio de 2011

Parapenaltis Duckadam

Se dice que la salsa del fútbol es el gol. Es el objetivo del juego. Pero hay una sensación que supera el haber marcado un gol. Y esa es parar un penalti. En esa lucha el portero parte con desventaja. Es un disparo, uno contra uno, a once metros de la portería, cuyos 7,32 x 2,44 metros trata de cubrir el cancerbero. Por algo se le llama la pena máxima. Cuando se va a lanzar el penalti surgen los nubarrones oscuros sobre el equipo que lo recibe, que pone toda su fe en su guardameta. Si lo detiene, la amenaza de tormenta no sólo se diluye, sino que se transforma en un día radiante de sol. Ha pasado el mayor peligro de todos, en el que se daba por hecho el gol del rival.

Si todo ello ocurre en la tanda de penaltis decisiva de la final de la Copa de Europa, el momento puede ser brillante. Pero si, además, ocurre en los cuatro lanzamientos de tu rival, es algo sublime. Eso hizo Helmut Duckadam, el portero del Steaua Bucarest rumano en 1986, una actuación sublime. Detuvo todos los penaltis que le lanzaron los jugadores del FC Barcelona, y le valió para conseguir el título más deseado del continente.

Aquella final se jugaba en Sevilla, y el FC Barcelona era el completo favorito. El conjunto catalán no había ganado nunca el cetro continental, era una oportunidad de oro y la mayor parte del estadio Ramón Sánchez Pizjuán estaba cubierta por aficionados culés. El Steaua Bucarest parecía un simple invitado. Era un conjunto de una liga menor, que se consideraba que había llegado hasta ahí por una racha de resultados positivos ante equipos menores como el Vejle danés, el Kispest Honved húngaro y el Lahti finés, y una buena eliminatoria ante el Anderlecht belga. No obstante, contaba con futbolistas que posteriormente recalaron en España como Belodedici (Valencia, Valladolid, Villarreal), Lacatus (Oviedo) o Balint (Burgos), y por supuesto, con la gran estrella de la noche, Duckadam.



Después de un partido soporífero que acabó en empate a cero, se llegó a la tanda, fatídica para los catalanes. Urruti, el portero del Barcelona, detuvo el primer lanzamiento de los rumanos, de Majaru. La grada rugió. Los blaugrana se las prometían muy felices, se veían casi campeones. Pero Duckadam, en el siguiente lanzamiento de Alexanco, le adivinó su intención, y rechazó su disparo a su derecha y a media altura. Urruti paró también el segundo penalti del Steaua, a Boloni. Parecía que la final era del Barça. Y apareció de nuevo Duckadam, que por el mismo costado se lo paró a Pedraza. A partir de ahí el estadio quedó en silencio. Lacatus reventó el balón para adelantar al Steaua, y Duckadam, casi de manera idéntica que en los otros dos penaltis, también se lo paró a Pichi Alonso. Urruti no pudo seguir el ritmo, y Balint hizo el dos a cero. Si Duckadam obraba la proeza de detener el cuarto del Barcelona, la Copa de Europa marcharía por primera vez (y hasta ahora la única) a la tierra de Drácula. Lanzó Marcos, al lado contrario que sus tres compañeros, pero hasta allí también llegaba Duckadam. Los gritos de alborozo de los jugadores rumanos y, sobre todo, de su portero, rompían el silencio de la grada y destrozaban el sueño de los miles de barcelonistas desplazados hasta Sevilla.

Fue la noche de gloria de Duckadam, que no pudo continuar sus éxitos. Unas extrañas circunstancias privaron al portero de continuar creciendo en su carrera, con tan sólo 27 años. La versión oficial habla de una trombosis en su brazo derecho que le apartó momentáneamente del fútbol. La extraoficial cuenta que el hijo del dictador Ceaucescu mandó destrozarle los dedos de ambas manos por no querer entregarle el Mercedes que presuntamente le había regalado el presidente del Real Madrid, Ramón Mendoza, por impedir al FC Barcelona ser el campeón de Europa. Pero nunca le pudieron robar la gloria de aquella noche sevillana del 7 de mayo de 1986.

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