viernes, 24 de junio de 2011

Cancerberos


Cuenta la mitología griega que las puertas del Hades las guarda Cerbero (Kérberos, en griego), un perro con tres cabezas y con una serpiente en lugar de cola. Con un aspecto fiero, tal y como lo representa Dante en La Divina Comedia, se encarga de que los muertos no puedan salir del infierno y de que los vivos no entren en él. Del mismo modo que el can Cerbero defiende su puerta, hacen lo mismo los porteros con sus porterías, de ahí que hayan recibido el sobrenombre de “cancerberos”, aunque últimamente este sinónimo parezca en desuso.

Cuando escucho la palabra cancerbero me vienen a la cabeza imágenes en blanco y negro, de cuando los guardametas vestían habitualmente oscuro, al estilo de Lev Yashin, la mítica “araña negra”. Con un semblante serio y una figura adusta, trataban de imponerse y ahuyentar a los rivales que querían marcarle un gol, tal cual hacía Cerbero con los intrépidos humanos que trataban de pasar vivos la frontera con el Hades. De esta guisa lucían Zamora, Iribar, Ramallets, Eizaguirre, Pesudo o Betancort. Poco a poco fueron cambiando las costumbres y, sobre todo con fines comerciales, los equipajes de los porteros comenzaron a ser más coloridos, perdiendo esa esencia de intimidación que mantenían los tonos oscuros. 


Pero aún así, su equipaje es distinto al de sus compañeros. Porque son únicos en el campo. Son distintos al resto y, por supuesto, tienen una mentalidad distinta a la del resto de jugadores. Y es que, cada uno de los balones que se dirigen hacia ellos es clave. Un simple error suyo marcaría con casi toda seguridad el devenir del partido. Si lo hace bien, pocos se acordarán… mientras que si falla, muchos tendrán su nombre en su boca y se convertirá en objeto de mofa del rival.  

Esa es la soledad del portero. La de quien pocas veces puede celebrar los goles con sus compañeros por la lejanía de la portería contraria. La de quien mientras juega sólo recuerda que la faena siempre está pendiente hasta el pitido final, porque el peligro puede llegar en cualquier segundo. La de quien se siente impotente de no poder ayudar a su equipo a marcar un gol cuando se va por detrás en el marcador. La de quien tiene mucho tiempo para pensar durante el partido en silencio. La de quien sabe que el lanzamiento de la próxima falta en contra podría resultar fatal si tan sólo diera un paso en falso. La de quien se encuentra en el extremo del terreno de juego con la afición contraria detrás socavándole a insultos y demás artimañas para intentar distraerlo. 

Una soledad que se transforma en valentía. La de quien se enfrenta con sangre fría a una columna de delanteros sabiendo que lleva todas las de perder. La de quien es capaz de convertir en pequeños los 7,32 x 2,44 metros que mide la portería en un penalti. La de a quien no le importa el dolor de la caída o del impacto del balón para impedir el gol. La de quien sabe que un golpe sólo dolerá un par de días, mientras que una derrota escocerá para siempre.

Una valentía que se convierte en competitividad. La de quien se deja la garganta para dirigir a su defensa. La de quien se siente el general que ordena a su escuadrón ante los violentos envites de su oponente. La de a quien le duele encajar un gol aunque vaya ganando por cinco goles de diferencia. La de quien lanza no sólo sus brazos sino también su alma para llegar a ese disparo con una estirada que puede valer la victoria. 
El portero, en su fin, es un antihéroe. El que quiere evitar que se consiga el objetivo de este deporte: el gol. Igual que el can Cerbero trata de evitar que se traspase la línea entre el mundo de los vivos y los muertos. Pero ambos con un fin lícito: el primero, que su equipo consiga la victoria; el segundo, que los malos espíritus no vuelvan al ámbito de los vivos.

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